Por
Héctor A. Faga
“Hoy día, el cambio es la regla, no la excepción” - Igor
Ansoff
Seguimos
buceando algo más en “El shock del futuro”, de Alvin Tofler.
Dice Tofler que cuando uno viaja a otro país experimenta un “shock
cultural” que tiene diversas manifestaciones que nos impactan de algún modo
distinto al habitual.
Algunos ejemplos son los siguientes:
·
En los
Estados Unidos se cena en un horario cercano a las 18:00. A esa hora, en
Argentina solemos estar merendando.
·
El
desayuno en Israel incluye pescado frito. A los argentinos esa costumbre suele
producirnos una sensación de malestar estomacal.
·
Los
carteles en Atenas están escritos en griego (lógicamente). Para quienes
hablamos español esta situación nos coloca en un estado cercano a la
ignorancia.
·
Cuando
un griego dice “no”, por lo general mueve la cabeza en sentido vertical, como
si estuviera asintiendo.
·
Cuando
en un restaurante de Japón un argentino pide un café con el clásico gesto de
los dedos índice y mayor, en lugar de la infusión le traen un almohadón.
Todos estos ejemplos, graciosos o no tanto, son el resultado de la
confrontación de nuestra propia educación con una cultura distinta.
En términos generales, cada vez que viajamos nos encontramos con otros
horarios, otros idiomas, otras comidas, otras costumbres, etc.
El shock cultural es el efecto que causa la inmersión en una cultura
extraña en el visitante no preparado (cuándo decir sí significa tal vez, tal
vez significa no, un “precio fijo” es negociable, etc.).
A este respecto, recuerdo el seguramente conocido por ustedes cuento
de la diferencia entre un político y una dama.
Ante la pregunta ¿Cuál es la diferencia entre un político y una dama?,
la respuesta es:
El político:
·
Si dice
sí, quiere decir tal vez.
·
Si dice
tal vez, quiere decir no.
·
Si dice
no, no es un político.
La dama:
·
Si dice
no, quiere decir tal vez.
·
Si dice
tal vez, quiere decir sí.
·
Si dice
sí, no es una dama.
Pero en el shock cultural el viajero tiene el reconfortante
conocimiento de que la cultura que dejó atrás estará allí cuando regrese.
En cambio, el “shock del futuro” es la superposición de una nueva
cultura sobre la vieja.
En este caso, no hay anclaje con el pasado, no hay puntos de
referencia definidos (se desdibujan), no hay retorno.
Más aún, si la nueva cultura está a su vez en constante cambio, si sus
valores mutan de continuo, si lo único permanente es el cambio.
Alguien –que no recuerdo quién fue- dijo alguna vez: No
establecemos las reglas. Las seguimos.
Y en ese “seguir las reglas” se plantean las cuestiones culturales que
nos suelen afectar.
Los invito a hacer una dinámica para comprobar lo que estamos
diciendo.
Hay que hacer lo contrario de lo que se dice:
·
Afirme
algo en voz alta mientras al mismo tiempo niega con la cabeza.
·
Niegue
algo en voz alta mientras al mismo tiempo afirma con la cabeza
·
Parado,
diga “me agacho” mientras se sienta.
·
Sentado, diga “me agacho” mientras se para.
Busque otras actividades contradictorias o paradójicas y haga el
ejercicio de cambiar los comportamientos.
Verá que cuando “vuelva a la normalidad” encontrará el “alivio” de
hacer lo que para usted era conocido.
La inserción en el primer mundo no es otra cosa que la inserción en un
mundo en cambio continuo, que nos lleva entre 10 y 20 años de ventaja y que
tironea de nosotros como un barrilete a su cola.
El i-pad, por poner un ejemplo, ha llegado a la Argentina “en
cuentagotas”, cuando en Cupertino ya se está trabajando en la nueva tableta que
lo suplantará.
Esta situación Implica un shock cultural y un shock del futuro al
mismo tiempo, porque se trata del choque contra una cultura distinta de la
nuestra, donde las reglas de juego por lo general no se negocian, sino que nos
son impuestas, lo cual exige una actitud de adaptación.
Por eso es imprescindible tener alguna referencia de la cual “agarrarnos”
para no perdernos en el torbellino.
Al respecto, quiero contarles un hermoso cuento escrito por Mamerto
Menapace, llamado “El hilo primordial”.
Dice así:
Agosto había terminado tibio. Había llovido en la
última semana y, con el llanto de las nubes, el cielo se había despejado.
Cuando se acerca setiembre, suele suceder que el viento de tierra adentro sopla
suavemente y a la vez que va entibiando su aliento, logra devolver al cielo
todo su azul y su luminosidad. Y aquella tarde, pasaje entre agosto y
setiembre, el cielo azul se vio poblado por las finas telitas voladores que los
niños llaman Babas del Diablo. ¿De dónde venían? ¿Para dónde iban? Pienso que
venían del territorio de los cuentos y avanzaban hacia la tierra de los
hombres. En una de esas telitas, finas y misteriosas como todo nacimiento,
venía navegando una arañita. Pequeña: puro futuro e instinto. Volando tan alto,
la arañita veía allá muy abajo los campos verdes recién sembrados y dispuestos
en praderas. Todo parecía casi ilusión o ensueño para imaginar. Nada era
preciso. Todo permitía adivinar más que conocer. Poco a poco la nave del
animalito fue descendiendo hacia la tierra de los hombres. Se fueron haciendo
más claras las cosas y más chico el horizonte. Las casas eran ya casi casa, y
los árboles frutales podían distinguirse por los floridos, de los otros que
eran frondosos. Cuando la tela flotante llegó en su descenso a rozar la altura
de los árboles grandes, nuestro animalito se sobresaltó. Porque la enorme mole
de los eucaliptos comenzó a pesar misteriosa y amenazadoramente a su lado como
grises témpanos de un mar desconocido. Y de repente: ¡Tras! Un sacudón conmovió
el vuelo y lo detuvo. ¿Qué había pasado? Simplemente que la nave había
encallado en la rama de un árbol y el oleaje del viento la hacía flamear fija
en el mismo sitio. Pasado el primer susto, la arañita, no sé si por instinto o
por una orden misteriosa y ancestral, comenzó a correr por la tela hasta
pararse finalmente en el tronco en el que había encallado su nave. Y desde allí
se largó en vertical buscando la tierra. Su aterrizaje no fue una caída, sino
un descenso. Porque un hilo fino, pero muy resistente, la acompañó en el
trayecto y la mantuvo unida a su punto de partida. Y por ese hilo volvió luego
a subir hasta su punto de desembarco. Ya era de noche. Y como era pequeña y la
tierra le daba miedo, se quedó a dormir en la altura. Recién por la mañana
volvió a repetir su descenso, que esta vez fue para ponerse a construir una
pequeña tela que le sirviera en su deseo de atrapar bichitos. Porque la arañita
sintió hambre. Hambre y sed. Su primera emoción fue grande al sentir que un
insecto más pequeño que ella había quedado prendido en su tela-trampa. Lo
envolvió y lo succionó. Luego, como ya era tarde, volvió a trepar por el hilito
primordial, a fin de pasar la noche reencontrándose consigo misma allá en su
punto de desembarco. Y esto se repitió cada mañana y cada noche. Aunque cada
día la tela era más grande, más sólida y más capaz de atrapar bichos mayores. Y
siempre que añadía un nuevo círculo a su tela, se veía obligada a usar aquel
fino hilo primordial a fin de mantenerla tensa, agarrando de él los hilos cuyas
otras puntas eran fijados en ramas, troncos o yuyos que tironeaban para abajo.
El hilo ese era el único que tironeaba para arriba. Y por ello lograba mantener
tensa la estructura de la tela. Por supuesto, la arañita no filosofaba
demasiado sobre estructuras, tironeos o tensiones. Simplemente obraba con
inteligencia y obedecía a la lógica de la vida de su estirpe tejedora. Y cada
noche trepaba por el hilo inicial a fin de reecontrarse con su punto de
partida. Pero un día atrapó un bicho de marca mayor. Fue un banquetazo. Luego
de succionarlo (que es algo así como “vaciar para apropiarse”) se sintió
contenta y agotada. Esa noche se dijo que no subiría por el hilo. O no se lo
dijo. Simplemente no subió. Y a la mañana siguiente vio con sorpresa que por no
haber subido, tampoco se veía obligada a descender. Y esto le hizo decidir no
tomarse el trabajo del crepúsculo y del amanecer, a fin de dedicar sus fuerzas
a la caza y succión de presas que cada día preveía mayores. Y así, poco a poco
fue olvidándose de su origen y dejando de recorrer aquel hilito fino y
primordial que la unía a su infancia viajera y soñadora. Sólo se preocupaba por
los hilos útiles que había que reparar o tejer cada día debido a que la caza
mayor tenía exigencias agotadoras. Así amaneció el día fatal. Era una mañana de
verano pleno. Se despertó con el sol naciente. La luz rasante trizaba las
perlas del rocío cristalizado en gotas en su tela. Y en el centro de su tela
radiante, la araña adulta se sintió el centro del mundo. Y comenzó a filosofar.
Satisfecha de sí misma, quiso darse a sí misma la razón de todo lo que existía
a su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar lo cercano se había vuelto
miope. De tanto preocuparse sólo por lo inmediato y urgente, terminó por
olvidar que más allá de ella y del radio de su tela, aún quedaba mucho mundo
con existencia y realidad. Podría al menos haberlo intuido del hecho de que
todas sus presas venían del más allá. Pero también había perdido la capacidad
de intuición. Diría que a ella no le interesaba el mundo del más allá; sólo le
interesaba lo que del más allá llegaba hasta ella. En el fondo sólo se
interesaba por ella y nada más, salvo quizá por su tela cazadora. Y mirando su
tela, comenzó a encontrarle la finalidad a cada hilo. Sabía de dónde partían y
hacia dónde se dirigían. Dónde se enganchaban y para qué servían. Hasta que se
topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar cuándo lo
había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esa altura de la vida los
recuerdos, para poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa
conquistada. Su memoria era eminentemente utilitarista. Y ese hilo no había no
había apresado nada en todos aquellos meses. Se preguntó entonces a dónde
conduciría. Y tampoco logró darse una respuesta apropiada. Esto le dio rabia.
¡Caramba! Ella era una araña práctica, científica y técnica. Que no le vinieran
ya con poemas infantiles de vuelos en atardeceres tibios de primavera. O ese
hilo servía para algo, o había que eliminarlo. ¡Faltaba más, que hubiera que
ocuparse de cosas inútiles a una altura de la vida en que eran tan exigentes las
tareas de crecimiento y subsistencia! Y le dio tanta rabia el no verle sentido
al hilo primordial, que tomándolo entre las pinzas de sus mandíbulas, lo
seccionó de un solo golpe. ¡Nunca lo hubiera hecho! Al perder su punto de
tensión hacia arriba, la tela se cerró como una trampa fatal sobre la araña.
Cada cosa recuperó su fuerza disgregadora y el golpe que azotó a la araña
contra el duro suelo fue terrible. Tan tremendo que la pobre perdió el
conocimiento y quedó desmayada sobre la tierra, que esta vez la recibió
mortíferamente. Cuando empezó a recuperar su conciencia, el sol ya se acercaba
a su cenit. La tela pringosa, al resecarse sobre su cuerpo magullado, lo iba
estrangulando sin compasión y las osamentas de sus presas le trituraban el
pecho en un abrazo angustioso y asesino. Pronto entró en las tinieblas, sin
comprender siquiera que se había suicidado al cortar aquel hilo primordial por
el que había tenido su primer contacto con la tierra madre, que ahora sería su
tumba. Esta parábola no es mía. La contaba un gran obispo húngaro, Mons.
Tihamer Toth, que fue capellán en la Gran Guerra.
Espero
que les haya gustado y puedan sacar sus propias conclusiones.
Hasta la próxima.
Héctor.