"Quien quiera salvar su alma, la perderá", advierte el Evangelio.
La paradoja se ha repetido una y otra vez en la historia.
Sería demasiado fácil de otra manera.
La búsqueda "directa" de la felicidad, del placer, del bienestar, no obtiene su objetivo.
En cierto modo ellos vienen como premios no queridos para aquel que buscaba otra cosa.
"Buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás vendrá por añadidura".
Pero no sólo el Evangelio nos advierte sobre este aspecto misterioso de la vida humana.
La idea de que la felicidad se da a quienes no la buscan es, también, patrimonio de la filosofía.
Incluso Epicuro, a quien falsamente se le imputa una actitud hedonista ante la vida, distinguía entre dos clases de placer (en griego, hedoné): el placer "cinético" y el placer "catastemático".
El placer cinético es el que resulta del propio "movimiento" que lo genera (kinesis = "movimiento"; de ahí, por ejemplo, "cine").
El placer catastemático (la palabra se vincula con cierta idea de serenidad o estabilidad) es aquel, en cambio, que viene "después" de la acción, a consecuencia de ella.
Si como y bebo en exceso obtengo placer cinético a cambio de malestar ulterior.
Si, en cambio, como frugalmente y hago ejercicios, lo que viene después es el placer catastemático.
Y éste es el verdadero, el auténtico placer.
Como se ve, el propio Epicuro, tenido por el gran pensador hedonista, hace ver sin embargo que sólo aquél que busca en lo inmediato otra cosa, otros valores - la frugalidad, el deporte, en el ejemplo citado - obtiene como consecuencia ulterior el premio del verdadero placer.
Algo así, en el fondo, como ese placer del cual hablarían en el siglo XIX tantos moralistas kantianos: "la satisfacción del deber cumplido".
¿Hemos perdido de vista estas verdades en una edad que sólo cree en la soberanía del instante?
Máximo placer "cinético", la droga ofrece sus ilusiones en el reino del ahora; el drama es para después.
La lógica económica y social no sigue otro camino que ese camino humanístico.
Durante varios siglos, y en particular en los tiempos inmediatamente anteriores al nuestro, la humanidad en general, pero sobre todo Occidente en particular, accedió a ciertos niveles de bienestar y seguridad social porque no los tuvo como metas.
Lo que predominó en aquella etapa en que el capitalismo fue creativo, expansivo, fue una ética del trabajo de raíces religiosas y no económicas ni sociales.
Según esa ética, que tenía sus propias fuentes en la revolución religiosa del puritanismo, el hombre debía triunfar en la vida como un modo de anticipar, en cierta forma, la seguridad de su propia elección por parte de Dios para la otra vida.
"Triunfar en la vida" significaba esencialmente trabajar y trabajar honestamente, ahorrar y no gastar, invertir y reinvertir en nuevas y más ambiciosas proezas empresarias.
Fue con ese espíritu que se fundó y se expandió el capitalismo.
Y fue gracias a este espíritu que se vislumbró luego, como una de sus consecuencias no queridas, la posibilidad inimaginable en tiempos anteiores de satisfacer las necesidades sociales de la humanidad.
Nació así el concepto del Welfare State - Estado Providencia o Estado de Bienestar. El Welfare State era una consecuencia, no un fin del capitalismo.
Un resultado no querido, algo así como la "añadidura" evangélica o el placer "catastemático" de Epicuro y no un servicio que se buscaba deliberadamente.
La difusión del bienestar, empero, hace nacer un nuevo tipo de hombre.
En él, la moral del trabajo se debilita en favor de cierto hedonismo que llamamos hoy "consumismo".
El consumismo intenso y masivo, resultado del proceso económico, pasa a convertirse en un "fin" para la sociedad de consumo.
En un fin que empieza a peligrar... como resultado.
No es casual, en efecto, que en el tiempo en que vivimos, en tanto los gastos sociales del Estado crecen por todas partes, la inversión en emprendimientos estrictamente económicos se debilite.
Se cosecha más de lo que se siembra.
En parte, esto es lógico después de décadas y décadas en que, al impulso de la vieja moral puritana, se sembraba sin cosechar.
Pero la lógica exige un equilibrio entre los dos extremos del proceso económico social.
Si el consumismo gana la batalla, la perderá.
Salvará su alma a costa de perderla.
Sólo una sociedad que cree en otros valores aparte del consumo es capaz de hacer el esfuerzo de inversión que permite, a la larga, que siga habiendo un alto nivel de consumo.
Hay que retener la paradoja.
Ella gobierna en todos los ámbitos.
En la religión y en la filosofía.
En lo económico y en lo social.
En el hombre.
Hemos sido hechos de tal forma que los resultados deben llover sobre nosotros como una donación inesperada y en aparente desconexión con la generosidad de esfuerzos que provienen, a su vez, de convicciones e ideales.
Así estamos hechos.
La relación entre leyes sociales e inversión, también obedece a esa constante.
Extraído de un editorial de la revista Progreso, en la época de los '90.
